Arte sobredimensionado

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Vivimos en un mundo tridimensional y ya nos cuesta trabajo entenderlo. Lo bidimensional, que comentaba en el epígrafe anterior, es más sencillo de entender. Pese a su complejidad. Igual que lo lineal. Sin embargo, más de tres dimensiones, los hiperespacios, son difíciles no ya de visualizar sino también de comprender e imaginar.

¿Es que voy a hablar de geometría? ¿De física? No, que nadie tema. Y si alguien se había creado ilusiones al respecto, lo lamento, no es mi intención hacer una digresión matemática, ni mínimamente científica. Pensaba seguir hablando de arte y de artistas tan pagados de sí mismos y de sus obras como para exhibir impúdicos ese arte sobredimensionado, o ridículo más bien, que muchos se lanzan a aplaudir como perfectos idiotas.

En ocasiones me da la impresión de que el más visto no es el más talentoso o juicioso sino el más ruidoso y prepotente. Aquel “el que no llora no mama” llevado al arte. A veces, hablan más el autor, sus amigos o sus influencias que la propia obra. El que chilla y se vende es visto. El tímido, pusilánime o, meramente, discreto puede pasar perfectamente desapercibido.

Obra del subjetivismo, el mercadeo y la capacidad de socializarse de cada cual.

Me viene a la cabeza esa feria de arte —la minúscula es intencionada—, la Feria de Arte —ahora las mayúsculas también lo son— que se supone la más importante del país. Me refiero a ARCO. Y solo para recordar esa renovación ochentera que supuso una burbuja, pequeña en comparación con las actuales, pero ciertamente sangrante. El nuevo arte arrasaba con su “modernidad”. Se pagaba un dineral por todo tipo de mamarrachadas, o no tanto, ensalzadas por críticos, expertos y galeristas. Y muchos “clásicos” no se comían un colín. Luego, aquellos artistas, audiovisuales y de otra índole, se devaluaron. ¡Cómo no! Pero tuvieron sus días de gloria y billetes contantes y sonantes. No quiero ni imaginarme qué habrá podido ser de alguna obra en un magnífico VHS de resolución digna de vergüenza o de aquel arte pseudopop que quería acompañar a otras “movidas” culturales. No todo el cine, ni toda la música, ni la moda, pero mucho menos el arte de aquellos años han envejecido bien. Pero hubo quien pensó que adquiría un auténtico tesoro.

Me hablaba el otro día un compañero, de profesión y vicios literarios, de una feria del libro de ciudad mediana, con pocas casetas, escaso público y apenas grandes nombres. De la necesidad, para el autor, de asaltar, o poco menos, a posibles lectores para ofrecer el libro que uno pretende dedicar. De su vecino de caseta remiso y apocado que no estampó una firma en el tiempo que estuvo por allí. Y yo pensaba en un Kafka que pide al amigo que se deshaga de sus textos al morir. Por suerte, el amigo salva la obra. No ocurrió igual con las partituras ocultas o destruidas por Dukas, al juzgarlas mediocres. Y uno se pregunta si el autor de El aprendiz de brujo estaba en lo cierto o nos privó de alguna maravilla musical. Y pienso, sobre todo, en tantos artistas desconocidos y olvidados, cuyo talento, casi como su obra, fueron ignorados, imposible juzgarlos, y ningún arqueólogo de su arte ha recuperado, como otros hicieron con un Walser, un Ettore Schmitz o el más reciente Toole, al margen de lo que de leyenda haya en sus respectivas historias.

Quizá, por una cuestión de carácter, de timidez o de introspección, el mundo se ha perdido las más grandes creaciones o, cuando menos, todo tipo de sensibilidades artísticas. Y, tal vez, nuestro arte, en todas sus facetas, está sesgado, no sé si profundamente, por el afán exhibicionista, de pavo henchido de orgullo, de sus creadores. Mientras que hemos perdido todas las voces que sonaban como susurros, como arrullos o meros pensamientos que nunca hallaron receptor ni tuvieron en sus autores un presentador adecuado ante el mundo.

Sucede que, con talento o sin él, solo se alcanza a escuchar al artista que grita y alza alrededor  voces a su favor. Y entre tanto ruido es difícil, si no imposible, que los susurros de los otros alcancen ningún oído.

El tiempo no recobrará a los silenciosos, salvo extrañas excepciones. Pero cabe pensar que ese mismo tiempo y la distancia permitan, como con parte de ese ARCO ochentero, que el arte sobredimensionado recupere un tamaño más apropiado y reducido.

kafka