Originalidad

tubular bells

¿A quién no le gusta presumir de originalidad?

Antiguamente no era tan frecuente. Incluso no hace tanto tiempo abundaban los que evitaban destacar por su diferencia. Era más común pasar por excéntrico o lunático que por original. Y ser distinto solía ser más bien un defecto, una faceta que ocultar o de la que avergonzarse.

No en vano, para según qué cuestiones, todavía es harto común aquello de tomar ejemplo de otros y seguirlos, actuar como lo hace la mayoría o como está bien visto. Yo a eso lo llamo “practicar el vicentismo”, por aquel dicho de Vicente y la gente.

Pero no suele suceder así en el mundo del arte, en sus diferentes vertientes. Como tampoco en el de la ciencia o la empresa, donde cada cual desearía marcar diferencias y mostrarse tan distinto como aventajado.

Por eso hoy en día a tantos les gusta -diré mejor que nos gusta, no voy a excluirme de padecer ese prurito de la diferencia- presumir de originalidad. Qué digo presumir. Ser original. Lo más posible. Con todas las letras y fuera de toda duda. En algunos casos, aunque ello suponga ponerse en ridículo o rozar el esperpento.

Pero no quiero hablar de originalidad sobre vacío. Sino concretar uno de esos absurdos que se dan en la constante búsqueda de la originalidad.

Podría haber recurrido a ejemplos en el mundo de la literatura, la pintura, el cine o cualquier otro arte. Pero voy a usar algunos casos relacionados con la música, no sé si llamarla pop o meramente contemporánea. Creo que ambos adjetivos son un tanto inapropiados, el uno por falta de ubicación concreta de los intérpretes y el otro por desfase en este tiempo acelerado que nos ha tocado vivir.

El caso es que para los tres leí hace años críticas semejantes. Y que conste que no suelo leer crítica musical. Pero, por lo poco que he llegado a colegir de cierto tipo de estas recensiones, los que las firman, o perpetran, se mueven entre dos posturas más bien opuestas: el amor infinito por el reseñado, cuando no mero pasteleo comercial promocionado, o el odio cerval que siempre resulta más difícil de expresar de un modo que aparente un mínimo de fundamento o base racional.

Para los tres ejemplos que voy a comentar se trataba de la segunda opción, más o menos enmascarada. Y no me cabe duda de que, si en mi corta experiencia topé con tres críticas de esa ralea para músicos que me agradan especialmente, tal estilo, por llamarlo de algún modo, debe ser bastante común.

Contaré la primera reseña con más detalle. Las otras son semejantes y me limitaré a nombrarlas. Se refería al señor Michael Gordon Oldfield. No tiendo a ser mitómano, o eso creo, pero este personaje ha sido, en el mundo musical, una de mis referencias constantes desde que, bien niño, vi la portada de su archiconocido Tubular Bells en un casete de mi hermano y, de seguido, me enamoré de la música tanto como de la portada. El caso es que en sus últimos años en Virgin, cuando el hombre andaba un poco desesperado con las exigencias del contrato firmado años atrás y no suavizadas por los productores, nuestro personaje anduvo dando unos cuantos tumbos después de grabar algunos de sus álbumes de más éxito. Un poco intentando volver a sus orígenes para recuperar sensaciones y éxito, al tiempo que fastidiaba las expectativas de su compañía, se le ocurrió presentar un disco llamado Amarok que, salvo para los fieles al autor, pasó casi desapercibido con su única pieza de una hora de duración. La crítica que yo leí no se dedicaba a ponderar las cualidades musicales, los logros melódicos o la belleza del proyecto. Ni siquiera, como en otras críticas, se afeaban las percusiones, como históricamente se las han criticado, nunca he sabido si por su impericia o por alejarse de los cánones rockeros, si bien creo que, con el tiempo y afectado por ellas, las composiciones han ido incrementando su presencia y ritmo machacón. No, lo que le criticaban era, precisamente, su objetivo declarado. El sonido fue condenado por recordar demasiado al de Oldfield. Era demasiado poco original, en absoluto innovador. Al margen de que yo no comparta la opinión o me pueda agradar más o menos el álbum concreto, tengo clarísimo que a nadie se le ocurriría condenar a un compositor por sonar a sí mismo. De hecho, los melómanos llevan a gala el reconocer una pieza de Mozart, Beethoven o Stravinsky. A nadie se le pasaría por la imaginación censurar a un autor por sonar a sí mismo sino, en todo caso, por sonar como el vecino o, directamente, por plagiar alguna obra ajena. Y, sin embargo, sí se lo permiten con los músicos de la música popular y el disco por año. No solo deben sonar bien sino reinventarse a sí mismos. O sea, que no basta con que sean talentosos, sino que están obligados a demostrar talento para innovar en repetidas ocasiones. Es como si a Einstein se le hubiera criticado por no hacer descubrimientos todos los días ni remozar su teoría cada dos por tres. “Oiga, es que no ha tenido usted más que un annus mirabilis, Albert”. Ridículo, claro. O patético.

Y ya digo que no debe de tratarse de un caso excepcional porque, en fechas más o menos próximas, leí críticas semejantes para Eithne Ni Bhraonein o el recientemente fallecido Colin Vearncombe. A mí me parece surrealista. Habría que ver también qué talentos son los que lucen los que se atreven a firmar semejantes comentarios. Pero, si uno no se permite dudar de su buena fe o su inteligencia, solo queda, como justificación de sus afilados textos, la sandez de que uno debe reinventarse a sí mismo constantemente, aunque solo sea para hacerse notar o que hablen de él. Con lo fácil que es caer en el olvido, y con la máxima celeridad, incluso para los personajes más famosos, solo falta que luego, cuando algún arqueólogo se dedique a estudiar el correspondiente cadáver artístico no sea capaz de reconocer el estilo o las obras.

Claro, que igual a otros los critican por no poseer estilo propio y reconocible.

En fin, por no usar términos ofensivos para según que talentos de la crítica musical, “para mear y no echar gota”.

Mike_oldfield_amarok_album_cover

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